La "belle époque" quiteña

Plaza de la Independencia en 1915. Fondo Miguel Díaz Cueva, del Instituto Nacional de Patrimonio Cultural.

La belle époque es, tal como diría su traducción literal, una época llena de belleza, romanticismo, avances, ideales a cumplir como humanidad y, por tanto, también de nostalgia. Europa la vivió en el periodo de la pre-guerra, y América Latina en el umbral del siglo XX. ¿Cuáles son las similitudes y deferencias entre ambos procesos?, este artículo busca aclarar justamente esas dudas y centrarse en el caso quiteño.

La belle époque europea

Belle époque es un término francés que se usa en la historia de Europa para describir el periodo comprendido entre 1871 y 1914, es decir entre el fin de la Guerra franco-prusiana y el inicio de la Primera Guerra Mundial. Su traducción literal como "bella época" describe perfectamente la visión romantizada que los europeos tenían de su continente en estas cuatro décadas de paz y bienestar, recordándolas casi como un paraíso perdido por los largos conflictos militares posteriores.

La belle époque coincidiría además con la industrialización, expansión del imperialismo, fomento del capitalismo y una idea muy expandida de que la ciencia y los nuevos inventos serían usados en beneficio de la humanidad. Fue un periodo en el que las grandes potencias modernas alcanzaron su mayor esplendor y poder sobre el mundo, representado por ejemplo en el reparto colonial de África y la compra de enclaves comerciales en Asia y las Antillas americanas.

En el aspecto social y político, destacó la aparición de los sindicatos y la consolidación del sistema de partidos políticos con importante representación en las cámaras legislativas de muchos países; esto gracias a que las monarquías habían pasado de ser absolutas a constitucionales, es decir con poca o nula injerencia de los reyes y emperadores en las grandes decisiones de los Gobiernos.

Calles de París en 1889, en plena Belle Époque.
Arquitectónicamente las ciudades como París, Madrid y Londres se llenaron de grandes bulevares arbolados, amplias avenidas, galerías de arte, cafés y cabarés con grandiosos espectáculos, casi circenses, que atraían a la más rancia sociedad hasta estos establecimientos que distaban mucho del concepto contemporáneo y latinoamericano que manejamos en la actualidad para los espacios que llevan ese último apelativo.

Sin embargo, las fábricas con sus modernas máquinas, los adelantos tecnológicos, el novedoso ferrocarril y la naciente industria de los automóviles acentuaron de alguna manera la diferencia entre la confortable vida en las ciudades y el campo, provocando masivas migraciones internas hacia las grandes urbes. Es importante señalar también que el mundo se conectaba por primera vez en una red global gracias al cable submarino y al telégrafo.

En el campo del arte aparecería la corriente del art-nouveau o arte nuevo, también conocido como modernismo en España; así como el art-decó, el expresionismo y el simbolismo. Las exposiciones universales, organizadas para mostrar los adelantos que vivía la humanidad y a las que acudían expositores de cientos de países, son quizá el mejor ejemplo de lo que la belle époque tenía para ofrecer, siendo las más importantes las de París en 1889 y nuevamente en 1900.

Estructuras de hierro y vidrio, hormigón, ferrocarriles, luz eléctrica, cine, instalaciones sanitarias y vacunas son solo algunos de los grandes avances que la belle époque europea vería nacer y desarrollarse antes de migrarlos a Latinoamérica; y de ellos se entiende la esperanza que tenían sus contemporáneos de que podrían cambiar al mundo… y lo hicieron.

La belle époque quiteña

Es más que justo decir que Ecuador también vivió su propia belle époque, aunque es igual de necesario aclarar que sería en un espacio temporal diferente del europeo, pero no tan diferido como se podría pensar. De hecho, la bella época ecuatoriana, y quiteña en particular, aparecería en el ocaso de su similar europea; abarcando aproximadamente el periodo comprendido entre los años 1890, cuando aparece el alfarismo, y 1940 cuando hace su entrada el velasquismo.

Plaza de la Independencia, circa 1930.
Imagen: archivo personal.
Quito era por entonces una ciudad pequeña, que no había roto los límites urbanos de la época española, con el Panecillo como su límite austral, y La Alameda como el septentrional. Su estampa aún distaba mucho del centro histórico que conocemos en la actualidad, pues todavía eran visibles sus casas de apariencia andaluza con fachadas limpias y sin ornamentaciones, pocas ventanas hacia la calle y angostos balcones de madera; sus calles eran una mezcla entre la tierra apisonada hacia los arrabales, y el empedrado ordenado por el presidente García Moreno en algunas vías del centro.

La vida del quiteño permanecía estancada en el siglo XIX, viviendo entre la religiosidad y el chisme tapiñado, entre los retiros rurales a las grandes haciendas productoras de la aristocracia, y la aburrida vida citadina que rara vez se tornaba interesante. La moda femenina era dominada por el vestido tapicero introducido por la célebre Marieta de Veintemilla, llamado así porque recordaba a los salones llenos de tapices y cortinería; mientras que la masculina era bastante formal, con camisa, pechera, levita y, en muchas ocasiones, aún con capa y sombreros de copa alta o bombín.

Así las cosas, cuando de pronto entró en escena la industrialización quiteña que nace con el alfarismo y tiene como su hito a la construcción del ferrocarril Guayaquil-Quito, inaugurado en 1908. Este periodo coincide además con una masiva oleada de jóvenes ecuatorianos que viajarían a Europa para formarse, quienes iban a regresar con una visión moderna del mundo. A ellos se sumarían con el tiempo los migrantes que huían de los vientos de guerra que soplaban en el viejo continente, y que terminarían por romper ese escenario decimonónico y formal quiteño, trayendo el romanticismo de la belle époque a la capital.

La bella época quiteña se va a notar sobre todo en el aspecto arquitectónico, pues la mayor parte de familias ordenarían el rediseño de fachadas en sus casas andaluzas, otras derrocarían los edificios coloniales y levantaron sendas mansiones y palacetes desde los cimientos, valiéndose para ello de los profesionales llegados de Europa y, en particular, de Italia. Estilos totalmente novedosos como el art-nouveau, el eclecticismo y hasta el primer rascacielos de la ciudad, diseñado en estilo art-decó para el Banco La Previsora, comenzaron a inundar la ciudad antigua.

Palacio de La Exposición o La Recoleta, circa 1910.
Imagen: archivo personal.
La aparición de cafés y clubes fue otra de las características importantes en este periodo, entre los que destacarán en el tiempo el Club Pichincha; así como el surgimiento de los primeros hoteles de lujo como el Hotel des Estrangers (Guayaquil, entre Espejo y Sucre) y las tiendas de novedades importadas como la del señor Najas, con lujosa mercadería llegada a precios más convenientes gracias a los avances de la industria náutica y la apertura del Canal de Panamá en 1914.

El prusiano Franz Schmidt, el danés Thomas Reed y el quiteño Juan Pablo Sanz serían los arquitectos e ingenieros pioneros de algunos cambios urbanísticos; pero los italianos Giacomo Radiconcini y Antonino Russo, los suizos Lorenzo y Francisco Durini, y más tarde el mexicano Rubén Vinci Kinard, serán los nombres detrás de la gran transformación de la aldeana Quito a una ciudad que estaría a la altura de otras capitales latinoamericanas, e incluso de las más renombradas urbes europeas.

Quizá el principal cambio que vivió la ciudad, además de su conexión con la Costa gracias al ferrocarril, fue su expansión hacia los extremos, rompiendo el cerco de casi cuatro siglos y absorbiendo antiguas parroquias rurales como La Magdalena y Chillogallo en el sur, o comenzando a levantar una zona moderna y totalmente nueva en el valle de Iñaquito, al norte, con las ciudadelas Larrea, Campos Elíseos, Colón, Mariscal Sucre y Bolívar.

Los parques de La Alameda y El Ejido serán los testigos máximos de esta transformación, pues como escenarios de la vida popular verían desfilar por sus campos a los quiteños de todas las clases sociales y barrios. El primero con su centenaria laguna y el Observatorio, el segundo con sus esculturas de La Insidia y La Lucha Eterna, ambos rodeados de espléndidas mansiones y quintas de fin de semana, contemplando cómo la ciudad se había despertado de un largo sueño urbano y comenzaba a correr hacia el futuro.

Anita Bermeo, popularmente llamada "La Torera", como
madrina del desfile del Colegio Mejía, circa 1950.
Imagen: El Cofresito.
Personajes populares como el Chulla, el terrible Martínez, la Torera o la Condesa de la Loma Grande aparecerían para volverse parte de la historia junto a otros nombres más serios, como don Jacinto Jijón y Caamaño, los hermanos Andrade Marín, las conservadoras hermanas Lasso y sus historias de amor con liberales. Todo en el Quito de la belle époque era entrañable y apareció para dejar huella, quizá porque la ciudad era aún pequeña y más familiar, quizá porque de verdad fue la etapa más romántica y anecdótica de su historia.

No cabe duda que la belle époque quiteña fue una época de cambios, el cierre de ese gran salto a la modernidad que había iniciado con García Moreno y llegado a su cénit con Eloy Alfaro. Sin embargo, al igual que en Europa, los continuos cambios políticos e inestabilidad que comenzaron a acosar al Ecuador en las décadas de 1940 y 1950, acabaron por hacer desaparecer esa época de bienestar, a la que muchos recuerdan con igual nostalgia que la que unos años antes habían vivido los europeos.

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